¡Oh, San Diego del Monte,
bosquecillo sombroso,
lugar de venturanza,
rincón “cobdiciadero”,
en un tiempo,
retiro de ascético reposo,
hoy remanso apacible del corazón viajero!
Al evocar tu fronda,
creo oír temeroso
el eco acompasado de un
visitante austero,
que al atrio de la ermita
llegase tembloroso hollando
la hojarasca menuda del sendero.
Y en mi alma renace la leyenda
dorada de aquel tiempo vetusto
que en la celda encantada
envolvió en su misterio mi poema infantil,
cuando en horas alegres de asueto y vacaciones,
extático escuchaba, al toque de oraciones,
el pregón de un sonoro romance pastoril.